La imagen de Brasil recibe un duro golpe

En las últimas semanas, Brasil ha ocupado los titulares de la prensa internacional por todas las malas razones. Las historias sobre la velocidad con la que crece la clase media brasileña o sobre los preparativos para la Copa Mundial de 2014 han quedado eclipsadas por historias sobre la violencia letal de las pandillas, la corrupción del gobierno, los cortes de electricidad, un sistema de impuestos infernal y un clima hostil para los negocios.

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En São Paulo, la ciudad más grande del Brasil, la violencia se ha transformado virtualmente en una guerra en la que las autoridades que hacen cumplir la ley luchan contra las pandillas callejeras más poderosas del país, en un enfrentamiento similar al que produjo el baño de sangre de 2006. Hasta ahora este año han matado en São Paulo a casi 100 oficiales de policía, comparado con 56 en 2011. En la ciudad hubo 144 asesinatos en septiembre y 176 en octubre. En comparación, hubo 82 asesinatos en octubre de 2011.

En suma, São Paulo tuvo un 33 por ciento más de homicidios en los primeros diez meses de 2012 que en los primeros diez meses de 2011. El 12 de noviembre, el corresponsal de The Guardian Jonathan Watts informó que en la quincena precedente se habían producido no menos de 140 homicidios, que provocaron “cierres tempranos de escuelas, cambios de ruta de los buses municipales y manifestaciones callejeras”. Más recientemente, el 21 de noviembre, el jefe de policía del estado de São Paulo (que incluye el área metropolitana de São Paulo) renunció a su cargo.

Sin lugar a dudas, la ciudad de São Paulo es, hoy día, un lugar mucho más seguro de lo que era a fines de la década de los noventa: la tasa total de homicidios bajó un 71 por ciento entre 1999 y 2011. Río de Janeiro —la segunda ciudad más grande del Brasil— ha experimentado también una dramática disminución de la violencia y su programa de Unidades de Policía Pacificadora (UPP), lanzado en 2008, ha producido resultados sensacionales: el Foro Brasileño de Seguridad Pública calcula que las favelas de Río en las que existe una UPP han visto su tasa combinada de homicidios experimentar una reducción del 80 por ciento.

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Con todo, las dos ciudades (especialmente Río) siguen siendo altamente peligrosas si se les aplican normas internacionales. Como informó en diciembre pasado el Financial Times, Pedro Henrique de Cristo, fundador de la iniciativa Ciudad Unida, calculó que aproximadamente una sexta parte de todos los residentes de Río de Janeiro “viven dominados por caciques de la droga que escapan al control del gobierno. El promedio de ingresos de esos residentes es alrededor de un tercio del de los barrios normales, las tasas de homicidio son casi dos veces más altas y el número de embarazos de adolescentes es cinco veces más alto”.

Otros lugares de Brasil son aun más peligrosos. De acuerdo con un estudio del Instituto Sangari, la tasa nacional de homicidios aumentó un 124 por ciento entre 1980 y 2010, con un ascenso que ha ido de 11,7 homicidios por 100.000 habitantes a 26,2 homicidios por 100.000 habitantes. (La Organización Mundial de la Salud estipula 10 homicidios por 100.000 habitantes como el umbral de un nivel “epidémico de violencia..) En 2010, el número total de asesinatos fue aproximadamente 50.000. Como observa sombríamente el estudio, el Brasil “ha conseguido exterminar a un número mayor de sus ciudadanos que el de la gente que murió en recientes conflictos armados en todo el mundo”.

La violencia actual en São Paulo se ha extendido a áreas que solían ser relativamente seguras, como el estado costero de Santa Catalina y su capital, la ciudad de Florianópolis, conocida por sus hermosas playas y su activa vida nocturna. A principios de noviembre, según informa MercoPress, “bandas armadas quemaron en Florianópolis un total de más de 17 buses y atacaron seis comisarías con intenso fuego de artillería”. Entre tanto, el estado costero de Alagoas, en el noreste del Brasil, tiene ahora la tasa más alta de homicidio, a razón de 74.5 asesinatos por 100.000 habitantes.

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Como si Brasil necesitara más atención dirigida al problema del delito,  al famoso jugador de fútbol brasileño Bruno Fernandes se lo juzga actualmente por el asesinato de su ex-novia. No debe sorprendernos que el caso se haya transformado en un espectáculo mediático y que algunos lo consideren como el equivalente brasileño del juicio de O. J. Simpson.

El jucio de Fernandes —que se ha pospuesto hasta marzo— comenzó poco después del espectacular juicio por corrupción en el que estaba implicado el asesor presidencial José Dirceu, que sirvió como jefe de gabinete de Lula da Silva desde 2003 hasta 2005 (Lula dejó el poder en enero de 2011 después de haber cumplido dos mandatos). El 12 de noviembre, Dirceu fue sentenciado a casi once años de prisión por su papel en un escándalo de soborno en el congreso que hasta ahora ha dado lugar a 25 condenas judiciales.

En cierto sentido, esas condenas representan un progreso dentro del sistema judicial del Brasil. Pero la reciente ristra de casos de corrupción ha expuesto un problema generalizado. De hecho, este sábado pasado, la presidente brasileña Dilma Rousseff, la sucesora de Lula, despidió de su cargo a  todos los funcionarios de gobierno conectados con un nuevo escándalo de soborno. Hasta este momento, Rousseff ha perdido siete ministros de su gabinete por acusaciones de corrupción.

La plaga de la corrupción ha causado toda clase de daños en la economía brasileña. En particular, ha ahogado el desarrollo de la infraestructura, incluidas la construcción y renovación de estadios para el Mundial de 2014. ¿Con qué urgencia necesita el Brasil tener una mejor infraestructura? Preguntémosles a los habitantes de Recife y otras ciudades del noreste del país, que sufrieron a fines de octubre de este año el peor apagón de los últimos diez años. Márcio Zimmermann, el ministro de energía del Brasil, declaró que se había producido “un total colapso de la red eléctrica del noreste”. Este es el quinto apagón de gran escala que se ha producido en Brasil desde que la presidenta Rousseff declarara el 6 de septiembre pasado que reduciría las tarifas de electricidad.

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“El gobierno debe crear reglamentaciones que den impulso a las inversiones en los sistemas de transmisión y distribución del Brasil y que fomenten su mantenimiento y modernización”, declaró a Bloomberg News Adriano Pires, director de la compañía consultora denominada Centro Brasileño de Infraestructura, con sede en Río de Janeiro. “Existe una gran inversión en la generación de electricidad, pero no hay un nivel equivalente de inversión en la transmisión”.

Además de las deficiencias de infraestructura, el Brasil tiene un código impositivo ridículamente complicado y costoso. La prueba más reciente data del 9 de octubre pasado, fecha en la que Latin Business Chronicle (LBC) publicó el Índice Latino de Impuestos para 2012, donde Brasil ocupa el último puesto. “Las complejidades del sistema impositivo del Brasil exigen de los contribuyentes la desmedida cantidad de 2.600 horas por año (o 108 días) para pagar impuestos”, informa LBC, con citas de datos del Banco Mundial. “Ese es el número más alto de toda América Latina (cinco veces más alto que el promedio regional) y el peor de un total de 183 países de todo el mundo”. Brasil ocupa también el último puesto en el Índice Latino de Globalización, publicado por LBC, lo que significa que es “el país menos globalizado de toda Latinoamérica”. El economista Walter Molano, de BCP Securities, explica que “dos de las razones más importantes” para que se le asigne al Brasil un puntaje tan bajo en globalización son su “infraestructura pobre y su complejo sistema impositivo”.

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Aunque es posible que las recientes reducciones de impuestos aprobadas por la presidenta Rousseff “mejoren la clasificación” del Brasil en el Índice Latino de Impuestos para 2013, el país necesita todavía una reforma impositiva fundamental y un cambio más amplio de dirección que lo aleje del proteccionismo. En el nuevo Indice de facilidad para hacer negocios, publicado por el Banco Mundial, Brasil ocupa el pavoroso puesto 156 (de entre 185 países y territorios) con respecto a la facilidad con que se pagan los impuestos sobre empresas y está en el puesto 130 en la clasificación general. El gigante sudamericano está ubicado muy por detrás de México en ese Índice, como lo está también en el Índice de libertad económica, publicado por la Fundación Heritage. Aunque el crecimiento económico de México aminoró en el tercer trimestre, aun se espera que este año México crezca a un ritmo más de dos veces mayor que el del Brasil.

A ese respecto, el economista Tony Volpon, del grupo Nomura, cree que la tasa de crecimiento potencial del Brasil (es decir, su límite de crecimiento no inflacionario) ha declinado de un 4 por ciento a alrededor de un 3 por ciento. Si quiere estimular el crecimiento, mantener la inflación bajo control y preservar su condición como la economía más grande de América Latina, el país debe apoyarse en las reducciones de impuestos y en las medidas de privatización de la presidenta Rousseff para llevar a cabo reformas más audaces y de mayor alcance. De lo contrario, Brasil podría entrar en un largo período de estancamiento económico que haría que sus problemas de delincuencia resultaran aun más difíciles de resolver.

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El embajador Jaime Daremblum es el director del Centro de Estudios de América Latina en el Hudson Institute.

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