La prominencia de Paraguay

Lo que ocurrió en Paraguay el mes pasado no fue un golpe de estado. Tampoco fue una violación de la constitución de ese país. Pero tuvo como resultado que destituyeran sumariamente al presidente Fernando Lugo, un antiguo obispo católico de izquierda, y ha provocado una tormenta diplomática en toda América Latina.

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Lo que sigue es un breve resumen de los acontecimientos que dieron lugar  a la destitución de Lugo.

Por razones que no quedan aun completamente claras, el 15 de junio 17 paraguayos —seis agentes de policía y once campesinos sin tierra— murieron en el tiroteo que siguió a la protesta y ocupación por parte de los campesinos de una propiedad situada en Curuguaty, cerca de la frontera con el Brasil. Los campesinos habían ocupado ilegalmente las tierras de un antiguo senador paraguayo, miembro prominente del Partido Colorado (conservador), que controló el gobierno del país desde 1947 hasta 2008 (primero como régimen dictatorial y luego, a partir de 1992, como régimen democrático). La matanza tuvo lugar cuando la policía paraguaya entró en la propiedad ocupada para desalojar a los campesinos. Poco después del incidente, tanto el ministro del interior como el jefe de policía presentaron su renuncia.

Pero los críticos de Lugo en el congreso nacional no quedaron satisfechos. Según ellos, el incidente de Curuguaty daba prueba de la amplia incompetencia del presidente. Esos críticos acusaron a Lugo de incitar a la ocupación violenta de las tierras en el distrito de Ñacunday y lo hicieron responsable del deterioro en las condiciones generales de seguridad del país.

Estos cargos, entre otros, sirvieron de base para el proceso formal de destitución que comenzó menos de una semana después del tiroteo de Curuguaty. El 21 de junio, la cámara baja del congreso, constituida por 80 miembros, aprobó de manera casi unánime (76 votos contra 1) la destitución de Lugo. Un día después, la cámara alta del congreso, constituida por 45 miembros, lo sometió a juicio y lo condenó por “pobre desempeño” de su cargo. Una vez más, el voto fue aplastante (39 contra 4). Acto seguido, el congreso destituyó a Lugo formalmente de su cargo y nombró en su lugar al vicepresidente Federico Franco. Todo el proceso recibió la aprobación de la suprema corte de justicia del Paraguay.

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Ningún crítico serio del congreso paraguayo niega que los legisladores actuaron dentro de los límites de la autoridad que les confiere el Artículo 225 de la Constitución Nacional de 1992. Pero existen motivos válidos de inquietud con respecto a la rapidez con la que actuaron. Por cierto, el proceso entero de destitución duró menos de dos días, y a los abogados de Lugo les dieron solo dos horas para diseñar su estrategia legal de defensa.

A mi juicio, es justo condenar a los legisladores paraguayos por apurar el juicio formal de Lugo de tal modo que enturbiaron el proceso y le dieron un aire de falta de decoro. Pero no es justo calificar de “golpe” la destitución de Lugo o descalificar como ilegítimo al presidente Franco, o sugerir que el Paraguay ha dejado de ser una “verdadera” democracia. Después de todo, el artículo 225 no dice nada con respecto a la velocidad del proceso de destitución. Lugo y sus abogados pueden haber merecido más tiempo para preparar y llevar a cabo la defensa pero, desde un punto de vista constitucional, no tenían derecho a que les dieran más tiempo.

¿Fue la destitución un castigo excesivamente duro para el débil desempeño de Lugo como presidente? Quizá sí, pero la constitución del Paraguay les da a los legisladores amplia discreción para determinar si el proceso de destitución está justificado. Un observador externo puede ciertamente cuestionar la prudencia de hacerle juicio a Lugo y condenarlo por “conducta indebida”. Puede también cuestionar la precipitada naturaleza del proceso. Pero aun si el congreso paraguayo actuó de manera imprudente y precipitada, sus actos fueron innegablemente legales.

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Desafortunadamente, el debate sobre Paraguay en América Latina ha estado dominado por Hugo Chávez y su banda de acólitos en Argentina, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, que consideran a Lugo como un aliado ideológico. “Chávez y sus seguidores definieron el tono de la reacción en la región”, lamenta el periodista peruano Álvaro Vargas Llosa. Para que nadie le haga sombra, el régimen comunista de La Habana hizo una de las declaraciones más irrisorias de la historia diplomática reciente: “El Gobierno cubano declara que no reconocerá autoridad alguna que no emane del sufragio legítimo y el ejercicio de la soberanía por parte del pueblo paraguayo”.

Para entender el significado e importancia de lo que ocurrió en Paraguay, es útil comparar los acontecimientos que rodearon la destitución de Lugo con la gran crisis política latinoamericana de 2009, en la que la suprema corte de Honduras ordenó la remoción del cargo del presidente Manuel Zelaya, a quien los militares posteriormente arrestaron y enviaron a Costa Rica.

En cada caso, las instituciones democráticas usaron medios legales y constitucionales para destituir de su cargo a un presidente impopular. En cada caso, la destitución recibió el apoyo abrumador de las ramas legislativa y judicial del gobierno nacional. En cada caso, los críticos presentaron un aspecto del proceso —en Paraguay, la rapidez del procedimiento judicial contra Lugo; en Honduras, el exilio de Zelaya en Costa Rica— como evidencia de que el proceso total era el equivalente de un golpe de estado. Y en cada caso, Venezuela reaccionó furiosamente y concertó un coro de indignación regional.

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Numerosos periodistas y decisores políticos de América Latina (y ede los Estados Unidos) se niegan aun a aceptar que la destitución de Zelaya fue un acto legal. Pero un estudio, publicado en 2009 por la Biblioteca de Derecho del Congreso de los Estados Unidos, concluye que “en el caso contra Zelaya, la legislatura y la suprema corte aplicaron la ley constitucional y estatutaria de un modo que, a juicio de las dos ramas del gobierno, estaba en perfecto acuerdo con el sistema legal de Honduras”. Es verdad que ese mismo estudio afirma que el exilio de Zelaya violó el Artículo 102 de la constitución de Honduras. Además, Ramón Custodio, un alto funcionario del gobierno interino que asumió el poder en Honduras después de la deposición de Zelaya, dijo más tarde que había sido un “error” enviar al ex presidente a Costa Rica. (Pero debemos recordar que los militares hondureños tenían buenas razones para enviar a Zelaya fuera del país: el acólito de Chávez había dejado completamente claro que estaba dispuesto a usar la violencia para mantenerse en el poder.)

En 2009, la Organización de Estados Americanos (OEA) respondió a la destitución de Zelaya suspendiendo temporalmente a Honduras (La OEA volvió a admitir al país en junio del año pasado). En el momento de escribir este comentario, el organismo regional con sede en Washington todavía no ha suspendido al Paraguay por la destitución de Lugo, pero abundan las conjeturas de que podría hacerlo.

No importa qué pensemos de la controversia sobre la deposición de Lugo, sería una total hipocresía y falta de seriedad moral que la OEA expulsara al Paraguay después de haber cerrado los ojos repetidamente ante la destrucción de la democracia en Venezuela, para no hablar de los abusos autocráticos cometidos en Argentina, Bolivia, Ecuador y Nicaragua.

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Hace cuatro años, por ejemplo, el Partido Sandinista, que estaba en el poder en Nicaragua, robó descaradamente las elecciones municipales (incluida la elección para alcalde de Managua), provocando la suspensión de la ayuda económica por parte de los Estados Unidos y Europa. Un año después, los sandinistas se valieron de la matonería y de tácticas que constituyen una fraudulenta parodia de los procedimientos legales para abolir los límites constitucionales del mandato presidencial y de ese modo permitirle a Daniel Ortega que se volviera a presentar a elecciones para la presidencia. Las elecciones nacionales de 2011, en las que triunfó Ortega, quedaron arruinadas también por otros chanchullos de los sandinistas. Luis Yáñez-Barnuevo, el principal observador electoral de la Unión Europea, estuvo de acuerdo en que Ortega había ganado la elección, pero puso seriamente en duda el margen oficial de victoria de los sandinistas. “Yo no estoy diciendo que ganaron de manera limpia y transparente, porque no sabemos lo que habría ocurrido sin todos estos trucos y estratagemas”, dijo Yáñez-Barnuevo.

En ningún momento, durante este implacable ataque contra la democracia, Nicaragua ha sido suspendida por la OEA. Tampoco se ha suspendido a Venezuela, a pesar de que Chávez ha instituido virtualmente una dictadura; ni se ha suspendido a Bolivia, aunque sufre ya más de seis años de persecución política y erosión de la democracia bajo el gobierno de Evo Morales; ni a Argentina o a Ecuador, a pesar del persistente ataque de sus respectivos gobiernos contra la libertad de prensa.

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A este punto, la duplicidad con la que actúa el Secretario General de la OEA José Miguel Insulza (en el cargo desde 2005) es vergonzosamente obvia. No importa qué fechorías cometan, Chávez y otros autócratas de izquierda no necesitan tener miedo de que los castigue la principal institución multilateral de América Latina.

Pero el problema va más allá de Insulza. Si las más poderosas naciones latinoamericanas tomaran verdaderamente en serio la defensa de la democracia en la región, la OEA podría haber asumido una postura firme contra los abusos dictatoriales de Chávez y compañía. En cambio, países como el Brasil han permitido, sin abrir el pico, que el hombre fuerte venezolano socave la democracia dentro y fuera de su país. De hecho, el 29 de junio de este año, el mismo día en el que Mercosur suspendió a Paraguay, impidiéndole asistir a sus reuniones, ese grupo económico anunció que Venezuela sería pronto uno de sus miembros permanentes.

Una última observación sobre Venezuela y Paraguay: algunos funcionarios paraguayos han acusado al ministro de relaciones exteriores de Venezuela Nicolás Maduro de tratar de incitar un golpe militar para mantener a Lugo en su cargo y el gobierno de Paraguay ha retirado a su embajador en Caracas. Ahora, Venezuela no parece haber sido el único país que intentó provocar un levantamiento a favor de Lugo dentro de las fuerzas armadas paraguayas: como apunta Francisco Toro en una de las bitácoras electrónicas de la revista Foreign Policy“, el embajador de Ecuador en Paraguay también trató de instigar un levantamiento militar, haciendo del episodio una verdadera conspiración internacional”.

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En suma, simplemente, no hay que esperar que la OEA preste mucha atención.

El embajador Jaime Daremblum es director del Centro de Estudios de América Latina en el Instituto Hudson.

 

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