Ausencia de liderazgo en América Latina

El 2 de diciembre se reunieron en Caracas líderes políticos de todo el Hemisferio Occidental para fundar un nuevo foro regional con el nombre de Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).

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Esa reunión cumbre, que duró dos días, produjo mucha bravata populista y antinorteamericana, pero muy poca sustancia en términos de diplomacia. El venezolano Hugo Chávez predijo que CELAC terminará por “dejar atrás a la vieja y gastada” Organización de Estados Americanos (OEA), fundada en 1948. El ecuatoriano Rafael Correa sostuvo que “se debía haber disuelto” a la OEA en 1982, cuando los Estados Unidos apoyaron a Inglaterra en la guerra con Argentina por la soberanía de las Malvinas (Falkland Islands, en inglés). El nicaragüense Daniel Ortega declaró que CELAC “estaba pronunciando la sentencia de muerte de la doctrina Monroe”. El boliviano Evo Morales acusó al Fondo Monetario Internacional (que es siempre un “malo” muy conveniente) de “habernos saqueado y conducido a la pobreza”. El cubano Raúl Castro, por su parte, condenó violentamente la campaña militar de la OTAN en Libia.

A diferencia de la OEA, que tiene su sede en la ciudad de Washington, CELAC no incluirá ni a los Estados Unidos ni a Canadá. De hecho, el propósito fundamental de la nueva organización es precisamente debilitar la influencia de los Estados Unidos en el hemisferio y dar a los autócratas populistas de América Latina un nuevo espacio para promover su socialismo tipo siglo XXI. “Mientras sea un esfuerzo regional, la CELAC será el “niño mimado” de Chávez”, explica Jim Wyss, del periódico Miami Herald. “Planeada originalmente para el mes de julio, la formación de la CELAC debió posponerse cuando Chávez viajó a Cuba para recibir tratamiento médico por una forma no revelada de cáncer”.

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La reunión cumbre de Caracas es una prueba más de que América Latina sufre de una peligrosa carencia de liderazgo. La reunión tuvo lugar inmediatamente después de un notorio fraude electoral en Nicaragua, donde el presidente Daniel Ortega y el Partido Sandinista que está en el poder se valieron de numerosos métodos autocráticos para controlar el resultado de las elecciones nacionales del 6 de noviembre. Las autoridades del gobierno crearon deliberadamente impedimentos para que  a los votantes les resultara difícil obtener la tarjeta de identidad; buscaron también limitar el número de observadores electorales. El Consejo Supremo Electoral, por su parte, operó una vez más con una perturbadora falta de transparencia.

Luis Yáñez-Barnuevo, que encabezaba el equipo de observadores electorales de la Unión Europea, afirmó que Ortega y los sandinistas habían ganado las elecciones, pero también cuestionó la extensión y la naturaleza de su victoria: “No sabemos que habría sucedido sin todas estas trampas y enredos”. El controvertido resultado de las elecciones desencadenó una oleada de protestas y de violencia en la que murieron varios nicaragüenses y quedaron heridos muchos más.

Esa es la atmósfera intensamente polarizada y volátil que ha creado Ortega. Manipulando elecciones, atropellando la constitución, persiguiendo a sus opositores políticos e intimidando a periodistas, Ortega ha establecido los cimientos de otra dictadura sandinista. De hecho, la única razón por la que pudo presentarse a reelección es que sus aliados en el poder judicial se valieron de la matonería legal para abolir los límites del mandato presidencial.  En palabras de Robert Callahan, ex embajador de los Estados Unidos en Nicaragua, “la candidatura de Daniel Ortega fue ilegal, ilegítima e inconstitucional”.

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La semana pasada, Callahan y yo (junto con Jennifer McCoy, representante del Centro Carter) hablamos sobre la situación en Nicaragua ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes. Muchos legisladores nos preguntaron por qué otros países latinoamericanos no habían denunciado con más vigor una estafa electoral tan obvia por parte de los sandinistas. La razón fundamental, creo yo, es el vacío, ya mencionado, de liderazgo hemisférico. Cuando los diplomáticos estadounidenses no están suficientemente en contacto con los distintos niveles de gobierno en América Latina, resulta más difícil movilizar a los funcionarios de la región para que expresen alarma ante elecciones ilegítimas o contrarresten de manera efectiva el sigiloso progreso del autoritarismo.

Cuando habló en la Conferencia Cumbre de las Américas, en abril de 2009, el presidente Obama se comprometió a “iniciar un nuevo capítulo de participación activa que tendrá el apoyo de todo mi gobierno”. Pero en la práctica, desafortunadamente, Obama ha tratado a América Latina más que nada como un asunto de importancia secundaria. El presidente norteamericano merece elogios por haber asegurado (tardíamente) la aprobación, por parte del Congreso, de los tratados de libre comercio con Colombia y con Panamá, y también por haber expandido la asistencia antidrogas a México y a Centroamérica.

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Pero en cada uno de esos casos, Obama no ha hecho más que continuar o ampliar las medidas que heredó de George W. Bush, en lugar de avanzar una iniciativa suya propia. Ronald Reagan estableció la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (CBI, por su sigla en inglés); George H. W. Bush inició las negociaciones de NAFTA; Bill Clinton firmó NAFTA y mejoró las preferencias comerciales de la CBI; Bush 43 firmó tratados comerciales con Chile, América Central y la República Dominicana, Perú, Colombia y Panamá. A diferencia de sus predecesores, Obama no ha promulgado ninguna clara visión del libre comercio en todo el hemisferio. Y por eso, el programa de intercambio comercial de Estados Unidos en América Latina permanece estancado.

Con respecto a apoyar las instituciones democráticas y hacer frente al surgimiento de autócratas de izquierda en países como Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, el gobierno de Obama no ha hecho nada para abogar por un programa robusto de reforma de la OEA. Esa institución, que existe desde hace 63 años, se ha vuelto cada vez más insignificante, aunque no por las razones que enumeran Chávez y sus camaradas populistas.

Como señalé en otro lugar, los decisores políticos norteamericanos deberían proponerse remediar las deficiencias estructurales que han hecho de la OEA un instrumento poco efectivo para defender la democracia. Más específicamente, deberían proponer (1) transformar la Carta Democrática Interamericana (IADC, por sus siglas en inglés) en un tratado formal y dar al Sistema Interamericano de Derechos Humanos (IASHR, por sus siglas en inglés) la autoridad de asegurar su cumplimiento; (2) fortalecer el IASHR, el panel de control de drogas de la OEA y la comisión de la OEA que se ocupa del terrorismo, mecanismos, todos ellos, que funcionan con eficiencia y realizan una tarea importante; y (3) reducir considerablemente la inflada burocracia de la OEA (para hacer uso de sus recursos de manera más efectiva). Una OEA más fuerte y mejor administrada beneficiaría a la cooperación regional y a la estabilidad democrática y perjudicaría a los que, como Chávez y Ortega, han sacado provecho de la esclerosis de la OEA y han socavado burdamente la democracia en sus respectivos países.

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La reforma de la OEA debería ser sólo parte de un nuevo compromiso más abarcador de los Estados Unidos con América Latina. La secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton ha dicho con razón que la región es de interés “vital” para los Estados Unidos. Si esperan impedir que la democracia se debilite aun más en Nicaragua y en otros países de la región, los funcionarios norteamericanos deben actuar sobre la base de las palabras de la secretaria Clinton y deben darle al Hemisferio Occidental una prioridad mucho más alta.

 

Jaime Daremblum fue embajador de Costa Rica en los Estados Unidos desde 1998 hasta 2004 y es ahora director del Centro de Estudios de América Latina en el Instituto Hudson. Partes de este artículo han sido adaptadas de su reciente testimonio ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes.

 

Traducción de Inés Azar

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