En los últimos dos meses, América Latina ha sido testigo de dos prominentes actos de nacionalización de empresas españolas de capital privado. En Argentina, Cristina Kirchner anunció la expropiación del 51 % de las acciones de la firma española Reposol en Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), la más grande compañía petrolera del país. Pocas semanas después, el gobierno del presidente de Bolivia Evo Morales asumió control de Transportadora de Electricidad (TDE), la empresa que opera la mayor parte de las redes eléctricas de la nación. A un observador casual podría parecerle que las decisiones de Morales y de Kirchner sugieren que América Latina se caracteriza todavía por un destructivo populismo económico.
Pero miremos más de cerca. La política económica de Argentina y la de Bolivia se distinguen precisamente por estar fuera de compás con las medidas más responsables, favorables al mercado, adoptadas por pesos pesados de la región como el Brasil, Chile, Colombia, México y el Perú. (Esos cinco países generan gran parte de la producción económica de América Latina y el Caribe.) El líder latinoamericano más influyente de la última década no fue el autócrata venezolano Hugo Chávez sino el brasileño Lula da Siva, cuya fórmula política de centro ha sido emulada por países de todo el hemisferio. Lula pertenece a un partido político de izquierda, pero gobernó como un hombre pragmático decidido a mantener la estabilidad económica y a atraer la inversión extranjera. Lo mismo se puede decir de los presidentes actuales o recientes de Chile (Michelle Bachelet), El Salvador (Mauricio Funes), Panamá (Martín Torrijos), Perú (Ollanta Humala) y Uruguay (Tabaré Vázquez y José Mujica). Aun el dirigente sandinista Daniel Ortega, discípulo de Chávez cuando se trata de socavar la democracia, ha tratado de propiciar un fuerte clima de negocios en Nicaragua.
“Es posible que en la mayor parte del mundo los mercados de valores hayan vivido una década perdida, pero fue mucho lo que se pudo ganar haciendo inversiones en América Latina”, señalaba un artículo publicado el año pasado en el New York Times. “En la década que terminó en marzo, un vigoroso y persistente renacimiento económico y político, especialmente en Brasil, produjo rendimientos anualizados del 17,1 para los fondos que se enfocan en la región, incluido un rendimiento de 13,3 por ciento en el primer trimestre de este año”.
Es indudable que América Latina no tuvo nunca una gestión económica mejor que la que tiene actualmente. Las obvias excepciones —Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela— son meras confirmaciones de cuánto ha progresado el resto de la región. América Latina ha sido siempre rica en minerales y recursos naturales, pero su riqueza en materias primas nunca se tradujo en prosperidad ampliamente compartida o en sólidos fundamentos económicos. Ahora, por fin, la situación está cambiando. De acuerdo con el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, la tasa regional de pobreza bajó un 28 por ciento entre 2002 y 2010. (Por el contrario, esa misma tasa había subido un 20 por ciento en la década de los ochenta y había caído solo un 9 ciento entre 1990 y 2002). En 2011, el ingreso per capita en América Latina fue un 57 por ciento mayor que el de la década anterior y la tasa regional de desempleo alcanzó su nivel más bajo en 21 años. Y lo que es quizá más notable, como escribe Michael Reid en The Economist, es que “una región cuyo nombre se había convertido en sinónimo de inestabilidad financiera haya pasado, en su mayor parte, sin problemas la reciente recesión”.
Con razón mucha gente ve a América Latina con marcado optimismo: los países de la región que poseen cantidades masivas de materias primas han conseguido lograr la estabilidad económica y financiera que los eludió durante tanto tiempo. El año pasado, Luis Alberto Moreno, el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, publicó un libro titulado La década de América Latina y el Caribe. China ha inundado la región con inversiones, y la India está ya en camino de hacer lo mismo. De acuerdo con el servicio de investigación del Congreso norteamericano, entre 1998 y 2009 el intercambio comercial de Estados Unidos con América Latina creció a un ritmo más acelerado (82 por ciento) que el intercambio con Asia (72 por ciento). Con respecto al futuro, Brasil obtendrá considerables beneficios de los enormes yacimientos de petróleo descubiertos recientemente en sus aguas continentales; Colombia ya forma parte del bloque CIVETS de economías de mercado emergentes; Panamá, por su parte, está en el proceso de completar una expansión de su famoso canal, por un valor de $5250 millones, a la que se ha descrito como algo “que cambiará por completo las reglas del juego”.
Ahora, las malas noticias: la competitividad general de América Latina sigue encontrando el obstáculo de códigos tributarios ineficientes, reglamentaciones engorrosas, mala infraestructura, sistemas pobres de educación, corrupción rampante y altos índices de criminalidad. Muchos países dependen demasiado todavía de las materias primas y esa dependencia tiende a aumentar la volatilidad económica y fiscal. El año pasado, el economista Alberto Ramos, de la firma Goldman Sachs, dijo acertadamente: “Esta podría ser, definitivamente, la década de América Latina —si los decisores políticos aprovechan la oportunidad de adoptar necesarias reformas estructurales destinadas a aumentar la productividad, diversificar la economía de base y darle un verdadero estímulo al crecimiento real del PIB”.
En otras palabras, la región tiene un gran potencial, pero ninguna garantía. Hasta este momento en el siglo XXI, los políticos reformistas han estado ganando batallas ideológicas clave en la mayor parte de los grandes países de América Latina. (Chávez y los autócratas de izquierda que lo secundan son, afortunadamente, atípicos.) Pero la región está aún rezagada con respecto a ciertas reformas fundamentales, y la economía global se vuelve cada día más competitiva. Este es el momento ideal para que surja un liderazgo audaz y de largo alcance.
Jaime Daremblum fue embajador de Costa Rica en los Estados Unidos desde 1998 hasta 2004 y es ahora director del Centro de Estudios de América Latina en el Instituto Hudson.
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