El 26 de septiembre, la revista Latin Business Chronicle informó que es muy posible que Argentina termine el año 2011 con la segunda más alta tasa de inflación del mundo, detrás sólo de Bielorusia, la última dictadura de Europa. En efecto, de acuerdo con el análisis publicado en Chronicle, la tasa anual de inflación de Argentina (27,5 por ciento) será peor que la de Venezuela (25,8 por ciento), Irán (22,5 por ciento), Guinea (20,6 por ciento), Sudán (20 por ciento), Kirguistán (19,1 por ciento) y Yemen (19 por ciento).
Por supuesto, nadie sabría esto si se basara en las cifras ”oficiales” de inflación publicadas por el gobierno de Kirchner, que se han convertido en una broma pesada. Buenos Aires asegura que la inflación se mantiene debajo del 10 por ciento, pero el Fondo Monetario Internacional ya no se basa en esas estimaciones. En su nuevo World Economic Outlook [Panorama Económico Mundial], el Fondo afirma que “hasta que mejore la calidad de la información suministrada por el gobierno argentino, el personal del FMI utilizará también métodos alternativos para medir el crecimiento del PIB (Producto Interno Bruto) y la tasa de inflación con fines de supervisión macroeconómica, incluyendo: estimaciones realizadas por analistas privados, que muestran que, a partir de 2008, el promedio de crecimiento del PIB ha sido significativamente menor que el que representan las cifras oficiales; y estimaciones realizadas por oficinas de estadística provinciales y por analistas privados, que muestran que, desde 2007, la tasa de inflación ha sido considerablemente más alta que la de las cifras oficiales”.
La presidenta Cristina Kirchner tiene un gran interés personal en alterar las cifras. El 23 de octubre se presenta a elecciones para un segundo mandato, y su poder político reside en la percepción de que, bajo su gobierno, hubo un fuerte crecimiento económico y subió el nivel de vida. Si el gobierno fuera honesto con respecto a la inflación y la pobreza, los argentinos comprenderían mejor las consecuencias profundamente negativas del kirchnerismo, que quizá puede definirse mejor como una versión un tanto diluida del chavismo. Argentina conserva aún el doloroso recuerdo de la hiperinflación que desencadenó los violentos disturbios de 1989 y, luego, los de fines de 2001 y principios de 2002. Estos últimos disturbios precedieron a la más grande cesación de pagos de deuda soberana registrada en la historia del mundo.
La cesación de pagos de 2002 pesa todavía considerablemente en la política de Argentina. Kirchner y sus compañeros izquierdistas le han echado la culpa del colapso financiero a las reformas “neoliberales”, “de libre mercado”, “del Consenso de Washington”, adoptadas durante la década de los noventa. Pero ese argumento es sumamente engañoso. El periodista Michael Reid, uno de los redactores de la revista The Economist, señala que “lo que destruyó la economía de Argentina en 2001 no fue el ‘neoliberalismo’ ni las reformas de libre mercado sino una política fiscal incompatible con el régimen cambiario y una falta de flexibilidad en las medidas políticas”. Y agrega: “En contra de lo que afirman muchos, la combinación de políticas de Argentina contravenía abiertamente al Consenso de Washington”.
Sin embargo, Kirchner sigue insistiendo en que las medidas políticas del Consenso de Washington han sido “una tragedia” para América Latina. Además, su gobierno adoptó y medidas económicas al estilo de Chávez (nacionalizaciones, apropiaciones indebidas de dinero, despilfarro) que ahuyentaron a los inversores, desalentaron la iniciativa privada, mancharon la imagen global de Argentina y desencadenaron la inflación. Gracias a la alza inesperada de los precios de las materias primas, Argentina ha experimentado un fuerte aumento del Producto Interno Bruto (PIB), pero ha experimentado también una significativa huída de capitales y una igualmente significativa escasez de papel moneda. La inflación ha afectado de manera desproporcionada a los argentinos pobres y de bajos recursos, reduciendo su poder adquisitivo y drenando su presupuesto.
En lugar de cambiar de política para tratar de mejorar la estabilidad de los precios, Kirchner y sus aliados han estado hostigando y amenazando a los medios informativos que se atreven a cuestionar las (obviamente falsas) cifras del gobierno sobre la inflación. El 22 de septiembre, la campaña de intimidación alcanzó nuevas alturas cuando el juez Alejandro Catania ordenó sumariamente a varios periódicos de Argentina que le sometieran los datos de contacto de los periodistas que han publicado o editado artículos sobre cuestiones de economía en el último quinquenio. El juez Catania está usando además su poder de convocatoria para perseguir a los consultores privados que han suministrado información legítima sobre la inflación al FMI y a otras instituciones.
Walter Russel Mead, estudioso del Council on Foreign Relations [Concejo de Relaciones Exteriores, apunta: “Después de una señal como esta, los accionistas deberían poder llevar a juicio a los administradores de cualquier compañía que invierta dinero en Argentina. Es difícil pensar en medidas que envíen una advertencia más inequívoca de deshonestidad y crisis inminente. Nada ni nadie puede estar seguro en un país en el que se hacen estas cosas”.
Por cierto, durante el gobierno de Cristina Kirchner y el de su esposo Néstor, ahora difunto, que la precedió como presidente (de 2003 a 2007), la que una vez fue “la joya de América del Sur” ha parecido a menudo una república banana. Al alterar las cifras oficiales sobre la economía y al acosar a los periodistas que publican la verdad, el gobierno de Argentina muestra un desprecio canallesco por el estado de derecho. “Los números tienen consecuencias más allá de la política”, explica el reportero Michael Warren, de la Associated Press. “Como la mayor parte de la deuda de Argentina está emitida en bonos ligados a la inflación, el gobierno ahorra miles de millones en pagos a los titulares de bonos si la tasa de inflación oficial se mantiene baja. La mayor parte de los titulares de bonos son ahora los contribuyentes argentinos, porque el gobierno nacionalizó los fondos de jubilación privados y exigió que el nuevo sistema invirtiera esos fondos en la deuda oficial”.
Y ya que hablamos de deuda y de titulares de bonos, ha pasado aproximadamente una década desde el colapso financiero de Argentina y el gobierno se niega todavía a aceptar un arreglo equitativo con sus antiguos acreedores. El gobierno debe alrededor de 16.000 millones de dólares a sus acreedores privados, y debe una suma adicional de 9.000 millones a los países miembros del Club de París. Es comprensible que Estados Unidos intente ahora impedir que Argentina reciba nuevos préstamos de desarrollo, con la esperanza de que esa medida convenza a Kirchner de que debe llegar a un acuerdo equitativo con sus antiguos inversores y titulares de bonos.
Las comparaciones de la presidenta de Argentina con Hugo Chávez pueden ir demasiado lejos. Chávez es un demagogo delirante que ha destruido las instituciones democráticas de Venezuela y ha creado una virtual dictadura petrolera. Los ataques de Kirchner contra ciertas libertades civiles fundamentales son mucho menos notorios, y (a diferencia de Venezuela) Argentina sigue siendo una genuina democracia, aunque ha sufrido una perturbadora erosión de la libertad de prensa. Aun así, el estilo “a la Chávez” de la gestión económica de Kirchner ha deteriorado el clima de inversión en un país cuya reputación mundial continúa descendiendo. Como señaló recientemente Mary O’Grady, columnista del Wall Street Journal, “la huída de capitales en la primera mitad de este año fue casi equivalente a la cantidad que abandonó el país en todo el año pasado”.
Con el auge de las materias primas y una oposición dividida sin remedio, es casi seguro que Kirchner ganará la reelección este mes, asegurándose otros cuatro años en el palacio presidencial. Pero los argentinos pagarán el precio del kirchnerismo durante muchos años más.
Jaime Daremblum fue embajador de Costa Rica en los Estados Unidos desde 1998 hasta 2004; es actualmente director del Centro de Estudios de América Latina en el Instituto Hudson.
Traducción al español de Inés Azar
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